domingo, 29 de noviembre de 2009

Hacia una intimidad... ¿pública?

Nos vigilan. A todas horas. En la calle, en el metro, en el banco, en la biblioteca o en la perfumería. Decenas de cámaras quietas y silenciosas graban cada uno de nuestros movimientos sin que nos demos ni cuenta. Se quedan con nuestro cuerpo convertido en imagen. Es necesario, nuestra seguridad depende de ello. Así se evitan atracos, violaciones y robos. Digamos que uno se lo piensa dos veces antes de delinquir.

Aunque, por suerte, nuestra voz sigue siendo sólo nuestra. Pero… ¿y si algún día deja de serlo? ¿Y si llega el día en el que la policía pueda grabar nuestras conversaciones telefónicas cuando lo considere oportuno en pro de la seguridad y sin necesidad de orden judicial? ¿Y si además pudiera entrar en el corazón de nuestros ordenadores para hurgar entre las montañas de carpetas? Nos volveríamos paranoicos, maníaco-obsesivos. Pensaríamos que ahora, en este mismo momento, alguien podría estar enterándose de nuestros más ocultos secretos. No nos atreveríamos a hablar por teléfono de nada interesante y desearíamos que cada e-mail enviado se autodestruyera cinco segundos después de haber sido leído.

No. El Estado de Derecho no puede adentrarse a espadazos en la intimidad de sus ciudadanos. No puede disfrazarse de Lisbeth Salander e infiltrarse en la privacidad de cualquiera motivado por una simple sospecha. De ser así, el ejército de la corrupción hincharía sus filas con nuevos reclutas, pues el chantaje se convertiría en un hábito. La práctica del “sé tal cosa sobre ti, dame tanto y callo” sería el nuevo hobby, que en lugar de protección traería consigo más inseguridad y desconfianza.

El Estado ha de luchar con todas sus energías para dar caza a la delincuencia y al terrorismo, pero no a cualquier precio. El fin, NO justifica los medios. Para salvar nuestras vidas no hay que pasar por la guillotina nuestros derechos y libertades.

Blanca Mendiguren

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